En el comienzo de la pandemia por COVID-19 en el año 2020 empecé a ver imágenes de lo que iba ocurriendo en el mundo. Desde agencias internacionales se veían fotografías de la intimidad de los hospitales dignas de los desastres nucleares, químicos o bacteriológicos mostrados en el cine.

Me preguntaba cómo actuaba la enfermedad, y cómo los fotoperiodistas debíamos protegernos para trabajar y poder regresar a nuestras casas sin el virus.

 

¿Vestirse de astronauta en la Patagonia planteaba un desafío diferente que hacerlo en Rio de Janeiro, Madrid, Bangladesh o Nueva York?

 

¿Cómo era regresar y tener que desnudarnos en la puerta de entrada de nuestras casas en medio del viento y del frio para entrar a bañarnos apenas regresábamos del hospital?

¿Y cómo se abordaba la imagen en un espacio tan pequeño con personas que iban y venían entre tantos aparatos complejos de una Unidad de Terapia Intensiva?

¿Cómo se fotografían a los enfermos de una manera ética para conservar su anonimato en una ciudad donde “todos se conocen”?

La pandemia estalló en marzo del año 2020, y una oleada que golpeaba en Asia, Europa y Latinoamérica, llegaba con delay a Viedma, la ciudad rionegrina que fue mencionada en la órbita nacional por el presidente Alfonsín como posible capital del país en 1986 en un deseo de descentralización, y recibió la visita en ese mismo año del papa Juan Pablo II, que algunos tomaron como una señal de la concreción de esa idea.

Sin embargo Viedma es, con ritmo de pueblo, la capital administrativa y política de la provincia de Rio Negro con un gran porcentaje de trabajadores en el sector público. Tiene rio, mar y está ubicada en la Patagonia Norte frente a la ciudad bonaerense de Carmen de Patagones. Conserva la nostalgia de aquella capital nacional que “pudo haber sido”.

 

El Hospital Artémides Zatti es regional y público, es el nosocomio capitalino que recibe pacientes derivados de diferentes localidades y otras ciudades rionegrinas, sobre todo de aquellas que no tienen UTI (Unidad de Terapia Intensiva).

Mi interés estaba en cómo se enfrentaba a la pandemia desde la salud pública sabiendo que más temprano que tarde, el COVID-19 llegaría.

Debía estar atento, todo iba cambiando a un ritmo vertiginoso.

A mediados del año 2020 no había mucha certeza de cómo actuaba el virus y de cómo debíamos protegernos los fotoperiodistas, sobre todo llevando cámaras y lentes a los lugares donde se encontraban los enfermos. Había visto algunas imágenes de los fotoperiodistas españoles del colectivo Covid Photo Diaries (https://www.covidphotodiaries.org/)  que contaban el avance del virus por esos lados y Covid Latam (https://www.instagram.com/covidlatam/) que con una impronta latina, mostraba el avance del coronavirus en Latinoamérica. En Argentina, los reporteros gráficos de la Agencia Télam Carlos Brigo y Alejandro Amdam contaban la intimidad de los Hospitales en Buenos Aires frente al COVID-19 y de cómo iba reventando el sistema de salud.

 Sin embargo, la Patagonia ofrecía un escenario distinto.

 Como tantas iniciativas aventureras puse más corazón que estrategia y con los permisos necesarios pude acercarme al hospital con la idea de documentar la pandemia desde adentro.

Un sábado a la mañana, mientras me afeitaba y pensaba en como “reinventarme precariamente”, recibí un llamado.

Me contactaban para que me haga presente en la terapia Intensiva del hospital. Me explicaban brevemente por teléfono los pasos a seguir.

No entendí nada, hacía tiempo que no me abrían las puertas a ideas periodísticas. Y ahora había que entrar. Lo que producía el COVID-19 era histórico y quería contarlo.

INGRESO INESPERADO.

 

En el día 1 me encontré con Maxi, un hombre canoso de cincuenta y pico de años, amante del surf y de la fotografía y jefe del servicio de la UTI,  el lugar donde comencé a fotografiar. Había tres turnos de trabajadores de la salud a su cargo.

Me trató como un terapista más desde el primer momento.

El primer día fue el más complejo. Iba a ver la famosa “primera línea” de los trabajadores esenciales, a vivenciar lo que estaba ocurriendo y tenía que resolver como mostrarlo.

El ingreso significaba familiarizarme con el EPP (equipo de protección personal) que estaba formado por todos los elementos con los que uno se viste para ingresar a un Área COVID-19 y no contagiarse.

Decidí trabajar con dos cámaras de fotos. Tuve que aprender a vestirme con la ayuda primero de otro terapista.

Utilizaba un camisolín que me cubría todo el cuerpo hasta las rodillas, un gorro o cofia, un barbijo tricapa, dos pares de guantes de látex, un par de cubre calzados y unas antiparras antiempañantes.

 

Estaba en el mismo protocolo de bioseguridad que todos los terapistas, y con las mismas problemáticas. Todo era descartable, salvo las antiparras.

Era un astronauta en un mundo desconocido. El ingreso a la UTI y el lugar donde tenía que cambiarme era un área limpia. Requería de tiempo y paciencia, abandonar los celulares, e ingresar con el mínimo de equipo y lentes. Había un orden para cada elemento del EPP. Decidí no cambiar tarjetas de memoria, ni baterías, manipular lo menos posible las cámaras, ya que nada podía caerse al piso, y una vez que se ingresaba al área de los enfermos no se podía regresar.

Estaba en una zona gris de transición hacia la muerte, donde el tiempo se estiraba, donde no podía sentarme en ninguna silla, ni tocar nada más que mis cámaras.

Una línea roja marcaba el límite de ingreso a los boxes donde se encontraban los pacientes COVID-19 positivos.

Estaban ahí los efectos de la enfermedad invisible para el común de la gente que seguía afuera sin cuidarse.

Captura de video realizado por la RED DE MEDIOS de la UNRN (Universidad Nacional de Rio Negro) del programa PULSO.

Mi primer dilema era como moverme vestido de esta manera incomoda, como sentir el disparador de la cámara con guantes que contribuían a perder la sensibilidad de los dedos de la mano. Y como ver con unas antiparras antiempaño que se empañaban. Había que hacer fotos en esas condiciones, con la vista borrosa toda la mañana y buena parte de la tarde.

Me acercaba bastante a las situaciones entre enfermeros, médicos, técnicos y pacientes. Ese momento era el ideal para fotografiar, había un lenguaje gestual y corporal silencioso.

 

El primer día fue de cierto temor a tropezarme, a no tener imágenes en foco, y a quedar tapado por la cantidad de gente en esos pasillos angostos.

Pensaba que estábamos adentro de un globo, respirando el mismo aire que podía contagiar.

La UTI tenía un escritorio central largo, y se circulaba alrededor de él,  y una línea roja en el piso marcaba los límites para poder caminar.

 

 

El primer día vi como el equipo formado por 5 terapistas giraban envuelto en las sabanas a una persona con obesidad. Un procedimiento delicado para facilitar su respiración y complejo por el riesgo de contagio para médicos y enfermeros.

Todavía no se sabía qué nivel de contacto con un paciente era el más peligroso.

SALIENDO DEL HOSPITAL.

 

Pasado el mediodía, en el horario donde los terapistas almorzaban, decidí regresar. Con ayuda de dos personas aprendí a sacarme el EPP. Luego esto se trasformaría en un ritual con cada ingreso y cada salida. Me tenía que quitar cada elemento del equipo de una manera ordenada y metódica, utilizar alcohol en gel y lavarme las manos.

Y limpiar el equipo, las cámaras de fotos, las correas, que se fueron resintiendo por el alcohol en todo el año 2020 y buena parte del 2021.

Ahora podía volver al área limpia con un barbijo nuevo buscar el resto de mi ropa y el arnés de fotografía.

 

Salí del hospital con miedo, me volví a limpiar las manos con alcohol en gel y me volví a cambiar el barbijo, y tuve un regreso a casa nada glamoroso: en la misma bicicleta con la que vine.

Viedma es una ciudad chica de casas bajas y volví pedaleando para el lado del rio, por calles de asfalto y otras de tierra, sin querer tocarme la cara, sin querer hablar con nadie.

Algunas personas iban y venían por la calle. Estábamos a mediados de agosto, pocos se cuidaban, la enfermedad era un mito. No había imágenes.

EL PRIMER REGRESO.

 

Llegué y me desnudé en el jardín de mi casa, puse la ropa adentro de una bolsa de consorcio y dejé todo el equipo de fotografía en otra bolsa, aislando todo a la intemperie por 72 horas.

Limpié la bicicleta con alcohol, algo que se transformó en un ritual.

Entré a bañarme y después intenté seguir mi vida normal.

Me estaba guiando por las recomendaciones médicas, mezcladas con mi instinto y algunos videos de cuidados sugeridos por fotoperiodistas de agencias.

A la noche decidí no dormir con mi compañera, me puse un colchón en el comedor.

Tuve miedo de tener síntomas y me aislé 10 días.

Los casos aumentaban y todavía no había vacunas.

Había que armar una estrategia y establecer un criterio para fotografiar y para editar las imágenes.

PRIMERAS ESTRATEGIAS: PRUEBA Y ERROR.

 

Como ya comenté, con el EPP era difícil encuadrar, disparar, fotometrear.

La UTI tenía unas ventanas pequeñas en las habitaciones de los pacientes, por donde no entraba casi la luz.

Las antiparras me impedían acercar la cámara al ojo, y cierta parte de la imagen quedaba afuera.

Había que confiar en el equipo y en el instinto, los movimientos eran mínimos y lentos.

Mi idea era evitar el “blureo” de los rostros, me parecía que en medio del caos tenía que buscar un recurso para que las imágenes no tuviesen que ser tapadas ni por mí ni por un editor con ningún recurso “digital”.

El camisolín impedía agacharme.

Decidí tener cuidado en no fotografiar ningún rasgo que pueda contar la identidad de alguien, y sin referencias de fechas para conservar el anonimato de la gente internada.

EL DILEMA DE LA EDICION.

 

Todo el equipo fotográfico lo dejaba aislado afuera de mi casa cada vez que regresaba de un AREA COVID-19. Al principio no había seguridad de cuanto duraba activo el coronavirus en las superficies y además la UTI tenía otros gérmenes resistentes que podían quedarse en los elementos de fotografía.

Nuevamente limpiaba la cámara de fotos, los lentes y el arnés, y luego comenzaba el proceso de edición.

Las imágenes no se re encuadraban, y de cada jornada tenía algo nuevo.

Desde el trabajo de los técnicos y terapistas, hasta momentos de humanidad en donde el trabajo mecánico quedaba en segundo plano.

A medida que los casos aumentaban, las jornadas se hacían agotadoras y el cansancio y el estrés iban marcando todas las escenas.

Era necesario de acuerdo a lo que iba ocurriendo en la semana contar una breve historia con imágenes o buscar una imagen significativa en donde se mostraba el cansancio, la falta de aire por las máscaras, las caras de preocupación, y esos chispazos de humanidad, de contacto, que con el tiempo fueron el “leitmotiv”.

En la edición revivía lo que había presenciado, revisaba las imágenes en una pc en el comedor de mi casa.

Tenía que hacerlo en pocas horas, porque el clima de cada fotografía inundaba el ambiente y sentía que me volvía a faltar el aire.

Era difícil elegir, había historias, de enfermeros, de médicos, de pacientes. El foco era la luz que se filtraba entre tanta incertidumbre, las pausas, desarmar las secuencias, rearmarlas, y buscar las imágenes simbólicas que me permitían contar la historia de forma universal pero a la vez regresar al anclaje del contexto patagónico en donde se desarrollaban.

EL RIESGO DE LAS INTUBACIONES.

 

Con el correr del tiempo las situaciones se volvían repetitivas, y necesitaba encontrar otra dinámica.

A la UTI llegaban en su mayoría personas que venían del servicio de clínica médica (cuidados intermedios), y su ingreso tenía que ver con las dificultades respiratorias severas que provocaba el COVID-19 y la necesidad de conectarlos a un respirador artificial.

Era un procedimiento de gravedad y de tensión. Podía producirse de madrugada, de día….

En la intubación intervenía un equipo de tres personas, y era el momento de mayor peligro de contagio para el médico que lo realizaba.

Había que acercarse demasiado a la boca del enfermo con un laringoscopio, y por más que el profesional estuviera con mascara y barbijo el riesgo de contagio era alto.

El día que pude presenciar la primera intubación, tuve que decidir dónde iba a ubicarme y de qué forma iba a mostrarlo.

Preparé un lente corto y uno largo, la camilla ingresó de manera rápida, todo fue un caos de gente cruzándose adelante mío, y tuve que resolver en segundos la imagen de ese momento y ver como lograban estabilizar el oxígeno del enfermo.

PROBLEMAS ETICOS SOBRE FOTOGRAFIAR LA MUERTE.

 

Era un hecho concreto, ineludible desde la imagen.

Las fotografías estaban ubicadas en un contexto, pero nada debía remitir a las identidades ni a los momentos exactos.

De esa manera se volvían un símbolo.

En el proceso de la muerte intervenían varios profesionales. Desde el médico, los enfermeros terapistas, hasta el personal de la morgue que retiraba a la persona fallecida.

Estaba tantas horas en la UTI que cuando ocurría un deceso, por una cuestión de bioseguridad, debía fotografiar adentro de la unidad. Con el traje incomodo, con el mayor de los cuidados, buscaba un lugar que significara el camino de un box a la puerta principal de la terapia. No podía moverme demasiado ni salir de la UTI.

En otras oportunidades, espere en los pasillos o en el patio interno lateral del hospital cercano a la morgue. En estos casos no podía regresar a la unidad, y mi traje lo tenía que descartar en su totalidad.

Estas fotografías contaban el viaje, el personal de la morgue con la camilla, la transición, el movimiento en silencio.

Era un arquetipo. Era la imagen de Anubis del Antiguo Egipto en el juicio final o de Caronte que en la mitología de la Antigua Grecia conducía  en un barco las almas de los difuntos al mundo de los muertos.

Era un capullo blanco que volvía a la naturaleza.

  

Las olas de contagios fueron sucediendo, y luego de cada visita al hospital me aislaba 10 días en donde reflexionaba sobre las situaciones en donde iba a hacer foco y que imágenes iba a priorizar en la edición.

 

Las vacunas fueron llegando a fines del 2020 y arrojaban esperanza pero los contagios seguían ocurriendo. Puse mi atención en las áreas de clínica médica y en la campaña de vacunación.

 

 Ya no sabía cómo cuidarme en la calle para poder trabajar. Usaba antiparras o anteojos de protección para cuidarme los ojos en los ambientes cerrados.  Ya sabía por experiencia que los barbijos tricapa eran mejores que los de tela.

 

Mi compañera se enfermó de COVID-19 en mayo del 2021 y los dos, conviviendo, pudimos zafar sin síntomas graves. Yo no tuve ningún indicio de contagio, pero fui computado como positivo.

 

Ahora las fotos se trasladaban a mi casa, a mi cotidianidad, se volvían un retrato íntimo o un autorretrato.

 

 

 

 

Con Maxi, jefe de la UTI, nos habíamos prometido tomar unas cervezas cerca del mar, cuando terminara todo esto.

 

Permitirnos hablar de fotografía, respirar un poco.

 

Mientras los tiempos se estiraban con mi aislamiento, necesitaba regresar al hospital y saber si había más variables de COVID-19. Había un magnetismo que me indicaba volver.

 

También necesitaba visitar a mi vieja que había cumplido 80 años y que hacía dos que no podía abrazarla porque vivía en Buenos Aires.

 

Este tema que encaraba desde lo fotográfico era humano.

Me estaba destrozando.

¿Perduraría en el tiempo?

 

No había estrategia, seguía transpirando abajo del camisolín, y se seguían empañando las antiparras.

 

El COVID se volvía una “normalidad cotidiana”.

 

Hoy se cumple 1 año de la primeras aplicaciones de la vacuna Sputnik V contra el coronavirus al personal de salud en Viedma y en el mundo se va mezclando la apertura con la aparición de nuevas variables y un aumento de contagios.

Estamos en diciembre y trato de tomar un poco de aire.

 

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